Kuakman en Bután (III): la bendición de Buda

En el episodio anterior, Kuakman se encontraba con un Katmandú que no sólo convalecía de los efectos del reciente terremoto sino que, además, aún sufría temblores esporádicos. Como sólo tuvo que pernoctar un par de noches no dio tiempo a ningún desastre, ya fuera causado por la Naturaleza o por él, y así pudo dejar Nepal para dirigirse hacia su verdadero destino, Bután.

Recordarán que a mi llegada a Katmandú tuve un pequeño incidente con mi maleta. Pues bien, para completar el círculo se me presentó una ocasión de oro de perder el avión a Paro que, para mantener mi fama, no podía dejar pasar pasar sin intentar concretarla. Así, un grupo de veinteañeros que se encontraban en la terminal para viajar a no recuerdo dónde y que tenían pinta de estar más perdidos que un pulpo en un garaje se me acercaron para que les ayudase a rellenar la ficha de salida. Nepal es un país curioso, como imaginarán, y una de sus rarezas es que las típicas fichas con datos personales se rellenan para irse en vez de para entrar. Lo cual suponía un problema para aquella muchachada que, frente a lo que creí al principio, no es que hubieran cogido el papel equivocado, es decir, en inglés, con alfabeto occidental, sino que tampoco se arreglaban con el impreso en sánscrito.

De hecho, llegué a la conclusión de que simplemente no sabían leer ni escribir, porque fui yo quien tuvo que rellenarles las casillas intentando deducir, con un esfuerzo neuronal que rayaba en el virtuosismo, lo que me decían vocalmente. Y no era cosa fácil, créanme; los pobres se las veían y deseaban para tratar de deletrearme su nombre (aunque no tanto como yo para entenderles); y ésa fue la parte fácil, pues luego tocaba la fecha de nacimiento, que ninguno parecía saber ni en calendario gregoriano ni en el sambat nepalí. Y allí me fajé explicándoles lo que eran nuestros meses, infatigable pero con el mismo éxito que tendría un ingeniero aeronáutico enseñando física cuántica a una tribu amazónica de ésas que nunca han tenido contacto con los blancos.

¿Alguien se atreve? (Imagen: dominio público en Wikimedia Commons)


En un esfuerzo titánico que me honra, aunque no esté bien que lo diga, logré rellenar la ficha de cuatro de ellos y ya me autofelicitaba sin falsa modestia cuando de pronto me ví rodeado por un montón más, algunos de los cuales incluso empezaron a formar una fila para obtener mis impagables servicios. Eso sí, todos mostrando enfáticamente con los dedos el número de su mes de nacimiento, lo que dicho sea de paso, insisto, hablaba muy bien de mi capacidad pedagógica. Pero completar aquel trabajo era una tarea que seguramente tendría recompensa en el karma -permítanme este inserto tan acorde a aquellas latitudes- pero que en esos momentos estaba a punto de hacerme perder mi vuelo, dado que en la pantalla de información aparecía el aviso de última llamada para embarcar. Devolví los papeles a los jóvenes, en plan Mesías les dije que se ayudaran unos a otros como yo les había ayudado... y me fui corriendo. Antes de que alguien se lo pregunte: no, no olvidé la maleta.

En todo caso pude perder la consciencia pero ya en el aire, porque el avión era tan pequeño e inestable que cada vez que una turbulencia nos hacía saltar, cosa que ocurrió cada poco, yo pegaba con la cabeza contra el techo. Pero ningún problema, oigan; más tarde me explicaron que a eso lo consideran una bendición de Buda, así que puedo estar contento porque pocos habrá en este mundo tan bendecidos como menda. Y no vean lo que aterrizar en Paro; su aeropuerto es uno de los más acongojantes del mundo, ubicado entre montañas como paredes y con la pista terminando abruptamente en un precipicio. De todas formas es posible que mi amigo Siddharta Gautama me acompañara realmente en aquel trayecto porque, además de que entre coscorrón y coscorrón bendición y bendición tuve el privilegio de contemplar las impresionantes moles del Himalaya desde lo alto sin peligro de mal de altura ni de edema pulmonar, tras tomar tierra y dirigirme al mostrador para entrar en el país necesité de sus servicios al presentárseme una de mis clásicas e inevitables adversidades.

El Aeropuerto de Paro/Foto: Douglas J. McLaughlin en Wikimedia Commons

Insisto en que no había perdido el equipaje... pero sí la documentación. Por más que busqué en la mochila no apareció y sólo me quedaba una última esperanza: que la hubiera dejado a bordo. Todo un problema porque en ningún aeropuerto permiten a un pasajero dar media vuelta y volver a subir cuando ya está en la terminal. Pero, ah, estábamos en Bután que, como les comentaba en la primera entrega de este viaje, es el país de la felicidad. Así que, para mi pasmo, pude abordar la aeronave otra vez y recuperar el pasaporte, que estaba en el asiento, por supuesto. Gracias, Buda. Luego pensé que aunque ya hubiera despegado tampoco importaba mucho; la flota de Butan Airline consta sólo de dos unidades, así que únicamente tendría que esperar al vuelo de retorno, como si fuera un autobús urbano. Karma completado.

CONTINUARÁ

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