Kuakman en Bután (V): la ciudad y los perros


Toni Kuakman en Paro. No hay que preocuparse; no se trata de desempleo sino de una nueva entrega tras los pasos del inefable viajero en su visita a la capital del exótico Bután, que tiene tan incómodo nombre a pesar de que, según nos cuenta, no es mal sitio.

Paro es una ciudad agradable. Lo sería aunque sólo lo debiera al hecho de que no se ve aluminio por ninguna parte; todas las puertas y ventanas tienen marcos de madera y está prohibido construir edificios de más de cinco pisos, por eso, dicen, sólo hay un ascensor en todo el país y está en un hotel de lujo. Además, las casas guardan más o menos una estética tradicional, con animales pintados en sus fachadas. Sí, ya sé qué están pensando: aparte de los falos, pero cuya presencia decae en el centro urbano como si la modernidad impusiera su orden serio y aburrido.

En mi primer paseo por la calle me di cuenta de que cruzar de una acera a otra era una experiencia nueva, diferente, única: no sólo no hay semáforos sino que tampoco se pintan pasos de cebra en el suelo, lo cual tiene su intríngulis porque el tráfico es bastante intenso. No sé si en serio o en broma, me contaron que 1999 fue una fecha para la posteridad pero no por su presunta cercanía al fin del siglo sino porque ese año se instaló un semáforo por primera vez en la historia del país y hubo que retirarlo al poco por decisión popular.

Semáforos no habrá y penes tampoco, pero lo que son perros, aquello parece una película de Walt Disney. Se cuentan por centenares: perros en las aceras, en las cunetas, en las plazas, en los aparcamientos, a la entrada de los mercados; perros durmiendo la siesta en medio del cemento o cruzándose al paso de los coches; perros solitarios o viviendo en ruidosa comuna; perros mestizos de todos los tamaños y colores, sucios y sarnosos, siempre aguardando una mano amiga que les ofrezca algo de comida para poder cubrir así un capítulo más de su efímera esperanza de vida.

Perros non stop

De hecho, los canes se integran en ese pandemónium que forman los peculiares habitantes de Paro, la mayoría vestidos a la manera tradicional -apenas se ven vaqueros o camisetas y sólo entre los jóvenes-, mezclándose con monjes que pasean móvil en mano y se detienen ante los escaparates de moda en busca de las mejores ofertas. No se veía a ningún occidental, hasta el punto de que cuando pasaba ante algún cristal y veía mi reflejo me resultaba chocante. Y, sin embargo, en ningún momento tuve la sensación de llamar la atención a nadie, lo cual no deja de ser una extraña sensación casi de ninguneo.

La globalización parecía haberse perdido por el camino, lo cual es curioso porque, según me dijeron, una de las grandes aspiraciones estratégicas de Bután es atraer turismo y convertirlo en el motor económico nacional. Les queda un mundo por delante para ello, puesto que me resultó dificilísimo encontrar una tienda de souvenirs. Pero ni camisetas ni pins ni imanes de nevera; lo más aproximado, falos aparte, fue un comercio de productos típicos en el que lo más vendido es un hongo subterráneo medio descompuesto que crece en las montañas y es lo suficientemente asqueroso como para causar furor entre los chinos. ¿Por qué? Por lo de siempre; lo llaman la viagra del Himalaya.

Merchandising típico de Bután

Como no era capaz de dar con un sitio donde comprar alguna de esas gilipolleces que solemos llevarnos a casa como recuerdo de los viajes, al final opté por hacer una cosa muy curiosa que sí es típica de allí: imprimir sellos con tu cara. En cuestión de minutos tenía un montón de ellos con mi rostro, tal cual fuera todo un rajá y, ya puestos, decidí probar su validez. Así que tiré de lengua salival y mandé unas cuantas postales; llegaron todas y con mi careto en ellas, para estupefacción de sus receptores.

No se había dado mal aquella primera jornada, teniendo en cuenta que no me había ocurrido ninguna desgracia. Sólo hubo un pequeño borrón ya en el hotel, cuando me acosté y empezó una noche de perros. No es una mera expresión; el problema de la superpoblación canina de Paro está en que cuando uno empieza a ladrar otro le contesta, los demás se unen al concierto y al cabo de un rato todos se vienen arriba en una especie de competición por ver quién aguanta más. Y menuda resistencia tienen; la zarabanda puede durar horas. La gente de sueño ligero no lo pasará bien en Paro.



Fue incómodo no sólo porque no le tenga una afición especial a las jaurías ruidosas sino también porque al día siguiente tenía que madrugar para hacer un circuito. Que no haya turistas no quiere decir que falte oferta de ocio y se puede elegir entre realizar un trekking para ver los ochomiles de cerca, una opción de deportes de aventura o una serie de visitas culturales, que fue lo que elegí porque a los más de dos mil metros de altitud en que se sitúa la ciudad no seduce mucho la idea de hacer esfuerzos.

CONTINUARÁ

Foto cabecera: Stephen Shephard en Wikimedia Commons

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