Kuakman en Bután (y VII): fenómenos paranormales


Última entrega. El inefable Toni Kuakman llega al final de su viaje por el exótico Reino de Bután. En el capítulo anterior le dejábamos de visita por los monasterios budistas y retomamos el hilo para que nos cuente sus experiencias metafísicas.

Durante el tour de los dzongs tuve ocasión de estrechar mi relación amistosa con Tashi (la guía) y Viri (el conductor). El convivir con ellos esos días favoreció la empatía mutua hasta el extremo de que les recomendaría sus servicios si algún tienen la extraña idea de visitar Bután. Lo pongo en condicional porque hay un pequeño detalle que dificulta la cosa: los butaneses no usan apellidos, con lo que no queda otra que referirse a ellos sólo por su nombre; y resulta que Tashi y Viri son nombres tan habituales que los hay a miles, así que si tratan de buscar a alguien por ese método van a necesitar una extraordinaria dosis de paciencia. De paciencia budista. La alternativa es recurrir al apodo, pues casi todos tienen  también el suyo.

Los demonios butaneses son más feos que Picio
Pero bueno, eso ya será problema suyo, no mío. Yo sigo contándoles mi batallita recordando que gracias a ese buen rollo me contaron algunas historias de sus vidas que reflejaban ese espíritu oriental que tan estereotipado nos puede parecer a veces. Así, Viri me dijo que un hermano suyo salió a tomar el aire durante la celebración de una boda y de pronto notó que aunque sus piernas se movían él no se movía del mismo sitio, resultando que el culpable era un demonio que le retenía vaya usted a saber con qué intenciones (teniendo en cuenta la afición nacional a los falos vale más no pensarlo).

Tashi también me ofreció una ración de misticismo religioso refiriéndome que una vecina, muy devota ella, estuvo una temporada como ida. La explicación fue que había estado en el Infierno (¿sería del Atlético de Madrid?), donde recibió un mensaje de Buda para otra persona que, al parecer, había encontrado acomodo en tan desagradable lugar en idénticas circunstancias. El recado, tal cual lo hubiera dado el mismísimo E.T, decía que tenía dejar de ser mala o su futura reencarnación iba a dejar bastante que desear. Se habrán fijado en el detalle: ninguna de las dos había muerto sino que estaban allí de paso y se supone que tras todo eso volvieron acá; ya lo decía George A. Romero: "Cuando el Infierno esté lleno los muertos caminarán sobre la tierra". Y todo, seguramente, por una pelea vecinal, me atrevo a aventurar.

El caso es que tanta historia sobrenatural debió afectarme o quiźa es que Bután es así, como el fútbol, pero yo también viví mi fenómeno paranormal particular. Fue durante la visita a un convento, tras hablar con una chica de dieciséis años sobre los motivos que la habían impulsado a tomar los hábitos. Me respondió lo mismo que se acostumbra por estos lares: la vida le parecía muy complicada y el cenobio le brindaba refugio. En eso, en lo de darle la pelma a los novicios/as me fajé bastante. El día anterior, justo antes de visitar el Chimi Lhakhang, departí un rato con unos monjes de diez años de edad. Tashi me explicó después que la mayoría eran niños abandonados por sus padres en el monasterio por no poder mantenerlos, al estilo inclusa, quedando así abocados a una vida de contemplación que en realidad no habían elegido.

La cosa fue derivando hacia la descendencia y en un momento dado se me ocurrió decirle a Tashi que yo no quería traer niños a este valle de lágrimas pero que no me importaría adoptarlos. La guía puso los ojos como platos y me inquirió si les daría una buena educación. En ese momento tendría que haber oído oír mi sirena de alarma interior pero como estábamos disfrutando de la paz del lugar no debió funcionar o quizá lo que fallaron fueron las orejas. En cualquier caso Tashi acaso para no darme tiempo a recular, me preguntó de sopetón que si ella me encontraba un niño butanés estaría dispuesto a adoptarlo legalmente. Lo lógico es que me hubiera nublado la vista e imaginara un titular de prensa tipo Turista occidental detenido por tráfico de menores, pero ya digo que estábamos en un lugar de paz espiritual así que en vez de eso le contesté enfáticamente que sí, que por supuesto, y haría de él una buena persona.

Niños monjes butaneses (foto: Living Nomad)

Creo que no fui consciente de lo que significaba aquella noble pero irreflexiva respuesta hasta que regresé a mi país y se impuso la cruda realidad de la ajetreada vida occidental. De hecho, los sudores fríos ya no me abandonaron hasta que, carcomido por la angustia, me lancé a navegar por Internet en busca de un posible convenio de adopción entre España y Bután. No lo había, gracias a Buda, con lo que mi corazón se desaceleró poco a poco y cuando unos meses más tarde Tashi me mandó un whatsapp comunicándome que había encontrado un niño monje butanés desamparado le dije... la verdad, al fin y al cabo: no era posible adoptarlo al no haber un tratado ad hoc entre nuestros países. Y así fue cómo el viejo Kuakman estuvo a punto de colaborar en la perpetuación de la especie sin que al final se materializase tan extraordinario milagro.

Pero no sean malos; están pensando que ésta fue la experiencia paranormal de la que hablaba antes y no, sólo se trata de una disquisición que me vino a la cabeza y que es oportuna no sólo por la cuestión de los religiosos infantiles sino también por haber mencionado whatsapp, la verdadera causa de todo. Lo cierto es que en la mayor parte de Bután no hay cobertura alguna para los smartphones, en parte por el atraso tecnológico y en parte, supongo, por la barrera orográfica que constituye la cordillera del Himalaya, por lo cual al acabar cada jornada tenía que esperar a llegar al hotel para conectarme y ver los mensajes acumulados. Sin embargo, en aquel dzong perdido entre las montañas y aparentemente en las antípodas de cualquier capacidad de conexión, en aquel rincón remoto donde el teléfono me daba un rotundo cero en  cobertura... ¡me entró un whatsapp! Todavía no le he encontrado explicación, salvo que Buda se equivocase y me enviase a mí uno de esos encargos que acostumbra a dar a las señoras que se pasean por el Infierno.

Bután, en el corazón del Himalaya (Imagen: Wikimedia Commons)

No tuve tiempo para más. Pacté con Tashi y Viri regresar algún día para que me enseñaran otras zonas de Bután -entre ellas la región donde vive el Yeti, que ya sé que a todos les gustaría ansiosamente verme por allí-. Regresé a mi tierra, trocando espiritualidad, paz y superstición (y falos) por materialismo y raciocinio; en la terminal de Barajas, ojeando un  periódico deportivo, leí que el entrenador de un veterano equipo de fútbol otorgaba la responsabilidad de ascenso a Primera a la Virgen de la Cueva.

Hasta aquí llega el relato de Kuakman. Esperemos que se haga realidad lo del Yeti y que nos lo cuente algún día.

Foto cabecera:  Una de las múltiples versiones del Infierno budista, la Master Chef

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